martes, 14 de noviembre de 2017

Un ejercicio cipotudo

Caía la tarde y el siroco nos abofeteaba el rostro mientras apurábamos unos tragos de aguardiente en la tasca de Marcial. «A ver si arreglas las ventanas, coño», profirió uno de los habituales, y nosotros celebramos la ocurrencia por aquello de la hermandad etílica. Quizá Marcial contaba con replicar, pero no tuvo oportunidad para ello, puesto que nuestra atención pasó a una real hembra que decidió entrar justo en ese momento por la puerta. Se hizo el silencio mientras la muchacha balanceaba las caderas armoniosamente en busca de un asiento en el que aposentar esa grupa de concurso. Yo no llevaba puestas las botas de montar, pero me dije que a esa potrilla tenía que domarla. Como sabía que mis compañeros de barra pensaban lo mismo, me adelanté a ellos conminándolos con un gesto a seguir sentados y me dirigí a la señorita con el aplomo del que se ha jugado la vida repetidas veces frente a la página en blanco. Quise presentarme, pero no hizo falta: me había leído. Es más, portaba un artículo mío dentro de un colgante que descansaba sobre el nacimiento de sus poderosos pechos. «Siempre lo leo cuando me falta el aire», me confió con un mohín de tristeza. «¿Con esos pulmones?», bromeé. Se sonrojó y soltó una risita. La cosa estaba hecha. Notando las miradas envidiosas de mis amigos clavadas en la nuca, le propuse a la atractiva dama que nos encerráramos en la alcoba para inyectarle de urgencia unos decalitros de cálido y nutritivo esperma. «Serán decilitros», repuso ella. «Yo sé lo que me digo, nena», contesté mientras me recorría la sien una solitaria gota de sudor, aunque bien podría haber sido de semen. Cogidos del brazo, nos marchamos de allí sintiéndome orgullosísimo de mi victoria. Ya tenía tema para mi columna semanal.

1 comentario:

Microalgo dijo...

Y se despertó en plena erección y con acidosis.