viernes, 15 de octubre de 2010

El último adiós

—Buenos días, somos de la funeraria.
—¿Y qué quieren?
—Llamábamos para saber si tiene pensado morirse próximamente.
—¿Cómo dice?
—Verá, el negocio no va todo lo bien que quisiéramos, así que intentamos llevar un presupuesto más estricto. Más científico, por así decirlo. Bueno, ¿se va a morir o qué?
—¡Oiga, no son maneras!
—Perdone, pero es que tenemos que ahorrar también en las llamadas, de ahí que vaya directamente al grano. Dígame: ¿Por qué no quiere morirse? ¿Tiene algo contra nosotros? ¿Qué queja tiene de nuestros servicios como empresa?
—No es que tenga algo contra ustedes, es que no quiero morirme.
—Todos tenemos que morir.
—¡Pero no ahora!
—¿Por qué no? Es un momento tan bueno como cualquier otro. ¿Es que ha quedado con alguien?
—De hecho, estoy esperando visita. Vienen unos amigos a casa a tomar algo.
—Perfecto. Puede recibirlos muerto.
—No creo que sea lo más educado.
—Imagine el impacto que tendrá en sus vidas. Le recordarán siempre.
—¿Y de qué me sirve eso a mí?
—Amigo, no hay nada más glorioso que la gloria, si me permite la redundancia. ¿Se le ocurre algo mejor que ser siempre recordado por sus amistades? Con cariño y estremecimiento. Piense en la escena: sus amigos se encuentran la puerta del piso abierta, entran y le ven sentado en el sillón, difunto y en batín.
—No tengo batín.
—Pues en pijama, aunque el efecto dramático no es el mismo. Póngase una copa de brandy en la mano, para compensar.
—No creo que me dé tiempo a morir. Tienen que estar al llegar.
—¿No tiene matarratas en casa?
—No.
—Podría dejar el gas abierto, pero entonces tendría que cerrar la puerta. Vaya problema.
—¿Qué hacemos entonces?
—Ya lo tengo: concéntrese y trate de tener un infarto.
—¿Así, de repente?
—¿Tiene una idea mejor?
—Pues...
—Probemos. Llámeme si no se muere.

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