domingo, 9 de mayo de 2010

Una pertinaz tristeza

En el tren escucho a una mujer preguntándole a su hijo: «¿te ha gustado el médico?». «No», responde el niño en un ejercicio de sinceridad infantil. Qué bien le entiendo, pienso yo. El médico, al fin y al cabo, es un extraño que invade nuestra intimidad y que finalmente nos dice algo que no sabemos de nosotros mismos. Nos revela lo oculto, como un vidente, pero pocas veces será una predicción como «conocerá a una misteriosa morena con la que vivirá una bonita historia de amor», sino que suele parecerse más a «se embarcará en un negocio ruinoso y acabará en la calle». El médico nos juzga y luego nos absuelve o nos condena. Quizá yo por eso a veces trato de engañar al mío para que dictamine que tengo buena salud, como si bastara que él lo diga para que sea verdad.
Pensando en todo esto, se me ocurre una historia de un hombre que llega a la consulta de su médico aquejado de una pertinaz tristeza. El doctor le examina y le explica que poco se puede hacer, pues se trata de una condición crónica con la que tiene que aprender a vivir. El hombre suplica, explica su buena conducta (sus buenos hábitos) y le ruega al doctor que no sea tan duro con su diagnosis y que le reduzca la condena. Pero el médico contesta: «no puede ser, siga los cauces habituales, presente su apelación a la enfermera».

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