viernes, 7 de mayo de 2010

Para Jerome, con amor y sordidez

«Escribir es estar muerto, pero disimulando», me dice Salinger en un parque. Yo disimulo, aunque creo que no estoy muerto, pero sí escribiendo esto mentalmente. Como parece que espera una respuesta por mi parte, finalmente digo que escribir en España puede ser llorar, morir o beber, según se le pregunte a Larra, Cernuda o Leopoldo María Panero. Salinger se encoge de hombros, que no sé si es una manera de decirme que no le interesa o bien que no sabe qué decir. Me decanto por lo segundo, en un ejercicio de optimismo.
«¿Y cómo es la muerte?», le pregunto para romper el silencio y enseguida me parece una estupidez, como si le hubiera preguntado a qué sabe la muerte o algo así. Por un momento creo que Salinger me va a contestar que la muerte sabe a fresa, pero no llega a pasar. Tan sólo me recita unos versos enigmáticos: «la vida pasa lenta / como un petrolero / e igual de absurda». «Qué bonito», digo, pero por decir algo, que a saber a qué se refería con eso. «No es mío, se lo he escuchado a Ezra Pound esta mañana», responde, y señala con el dedo a otro banco, donde están sentados Pound y E. E. Cummings. Se me ocurre entonces que quizá la muerte para los escritores anglosajones es un parque, un parque en medio del infierno, pero no le digo nada a Salinger, que se levanta para jugar a la petanca con William Burroughs, Norman Mailer y Samuel Beckett.

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