viernes, 14 de mayo de 2010

Amélie en el infierno

Abre los ojos Amélie y no ve más que un paisaje infernal. ¿Qué ha pasado, cómo he llegado aquí?, se pregunta con candidez. Y de pronto lo recuerda: metió la mano en las lentejas, pero no cuando estaban en un saco, como siempre, sino que esta vez quiso probar cuando estaban en la olla, al fuego. Craso error, pues sufrió quemaduras de tercer grado en la mano. Recuerda que acudió al hospital, donde le dieron vitaminas y la vacuna contra la gripe A (puesto que les sobraba), y que falleció finalmente al infectarse la herida. Qué muerte tan poco bonita, piensa.
Echa a andar Amélie por el infierno hasta que llega al Estigia, donde un huesudo Caronte, sentado en su barca, la mira con gesto hostil.
—Al pasar la barca, me dijo el barquero: las niñas bonitas no pagan dinero —canturrea la ingenua francesita.
—Sería otro barquero —responde Caronte, que extiende la mano.
Amélie mira en su bolso, pero sólo lleva canicas y confeti, bagatelas que pocas veces son consideradas dinero de curso legal. Y menos en el infierno. Finalmente, después de mucho regatear, se desprende de los pendientes y de la ropa interior, pues el anciano Caronte está hecho un viejo verde.
Navegan en silencio por el río de los muertos. Se detienen en un embarcadero y Caronte le indica que siga siempre el camino de baldosas negras. Amélie camina, pues no hay más opciones. Al rato, se topa con Saddam Hussein, que pide limosna al borde del camino. Amélie le da una canica. Saddam protesta agriamente, así que ella le arroja algo de confeti a la barba. Esto confunde al viejo dictador.
—Yo no tendría que estar aquí —gimotea al fin.
—¿No tuviste un juicio justo? —pregunta ella.
—Si maté a todos esos kurdos fue por error. Yo pensaba que ellos querían ser asesinados. ¿Quién podía imaginar lo contrario?
—No seas tan duro contigo, ya no puedes arreglarlo. Sé positivo.
—¿Positivo? ¿Condenado al infierno eternamente?
—Piensa en todo el tiempo libre que tienes ahora. ¿No tienes algún hobby?
—Bueno, me gusta pescar.
—Seguro que el Estigia está lleno de peces.
—No creo. De peces muertos, en todo caso.
—Mejor, así no los tienes que matar después de pescarlos —dice ella con una gran sonrisa.
—Eres una chica muy rara —contesta él.

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