martes, 1 de diciembre de 2009

Hoy las aceras están descalzas

Esto es un ejercicio de juventud. Lo escribí hace una década y fue publicado en julio de 2001 en el número 4 de Pequod, que se editaba en Madrid. Le di algo de difusión por internet en un foro o dos, que todavía no tenía una página propia. Después me lo he encontrado plagiado un par de veces por los mediocres de turno. Es un texto que no me gusta nada, pero, con sus muchos defectos y escasas virtudes, es mío, qué le vamos a hacer. Se incluye aquí por motivos historiográficos.

Me despierto con una canción en los tobillos y mal aliento. Mi reflejo en el espejo del cuarto de baño tiene la sonrisa despeinada y los ojos parecen querer escapar de la cara. Vuelvo a la cama y pienso en el poeta tan grande que soy. Luego me asomo a la ventana y oigo morir a las flores. Mi alma está cubierta de pústulas sangrantes (son lo que yo llamo poemas).
Desayuno un par de tostadas mohosas. Imagino que las unto con algo. Imagino que me resultan deliciosas.
En los rincones hay cucarachas como camiones. En los rincones hay camiones como cucarachas.
Salgo a la calle vestido con mi única chaqueta y mis únicos pantalones. Están tan sucios que ya no recuerdo su color original. La gente me mira, pero yo no les veo. Cada mirada esconde un nido de ametralladoras.
Llego a la oficina y saludo con una amplia sonrisa. Nadie responde a mi saludo. Todos siguen pendientes de su trabajo. Me siento insignificante, lo cual es una agradable novedad.
Aposento el culo tras mi escritorio. Ante mí se amontonan papeles escritos en una jerga incomprensible. Intento echarles un vistazo, pero me duele la cabeza como si un enano estuviera dentro dando patadas.
Escribo un par de poemas sobre la devastación mundial a manos de las hordas fanáticas que no llevan flequillo. Poemas que tampoco se publicarán, pero que quizás dentro de tres siglos sean objeto de estudio.
La hija del jefe pasa al lado de mi mesa en dirección al despacho de su padre. Se me cae la baba sobre un informe. Es tan hermosa que creo estar loco. Se mueve a cámara lenta. Observo detenidamente su precioso pelo. Sus inmensos ojos verdes bastarían para iluminar una noche oscura y con niebla. Las paredes de este horrible edificio deberían gritar por no estar a la altura de su belleza. Yo mismo tengo ganas de gritar con todas mis fuerzas. Por raro que parezca, me contengo. Se aleja de mí habiéndome convertido en un ferviente creyente.
Mi corazón es una supernova.
Durante dos horas hago como que trabajo, pero en realidad estoy planeando pequeños actos terroristas contra los acólitos del jefe, esa secta asquerosa que va bien vestida, bien alimentada y que encima huele bien. Tomo café tras café. Me entran ganas de mear, me levanto y voy al servicio.
Servicio. Una hilera de urinarios. El pináculo de la civilización: un montón de tíos meando y actuando como si no lo hicieran. Como si no tuvieras un tío al lado con la polla en la mano. ¿Qué tal la familia? ¿Quedamos el sábado para jugar un partido? Todo natural y civilizado. Por suerte, en este momento está vacío.
De pronto, un retrete se ilumina como mil soles. Como la zarza ardiente. Como luces de neón. Y empieza a hablar. Empieza a hablarme a mí. Dice con voz profunda (algo lógico, dadas las circunstancias): yo soy el único Dios. Me arrodillo y comienzo a llorar. Señor, ¿dónde estabas cuando la lluvia era mi único techo y mis hermanos me buscaban para escupirme? Pero Él me interrumpe y me habla de la Salvación. Pues los hombres viven en el pecado y es justo que el Ángel Exterminador caiga sobre ellos con furia divina. He comprendido. Me santiguo y tiro de la cadena.
Todos siguen actuando ignorantes del milagro que se ha producido a pocos metros de ellos. Infieles. Nadie se percata de mi cara de felicidad, nadie advierte el cambio que se ha producido en mí. Pues he sido elegido entre todos los oficinistas para ser el Heraldo del Señor.
Vuelvo a mi escritorio. Sudo. Me río sin motivo aparente. Caras que se giran y me miran recelosas. ¿Sospechan la verdad? Espero durante una hora la señal divina. Mientras tanto confecciono una lista de las personas que han de morir: el jefe, por supuesto, por ser el cabecilla de esta organización de herejes; Fernández, por el pecado de ser totalmente gilipollas; Martín, por pelota; Susana, por acostarse con todos menos conmigo; etc. Sólo es digna de salvarse la hija del jefe, dado que es un ser puro y angelical. Se sentará a mi derecha en el Nuevo Orden. Yo escribiré poemas para su gloria inmortal y ella me gratificará sexualmente. Y todos felices como idiotas.
La señal llega. Un ángel fulgurante y rojo como la sangre entra por la puerta y con su atronadora voz anuncia:
—¿Alguien ha pedido una pizza?
Me levanto como impulsado por un resorte, saco el fusil de asalto que escondía desde hace meses debajo de mi mesa y lanzo ráfagas de muerte por doquier. Con cada bala les llega el perdón. Lloro de emoción. Gritan. Corren. ¡Pero esto es raro! Juraría que le vuelo la tapa de los sesos al ángel. ¿Una Prueba? Aparto ese pensamiento de mi mente y prosigo con mi tarea pacificadora.
Entro en el despacho del jefe y me lo encuentro al teléfono. Me mira aterrado, intenta hablar pero el pánico se lo impide. De repente se levanta y corre hacia los grandes ventanales. Como el suicidio es pecado, le acribillo. Creo ver una sonrisa.
Pronto no queda nadie en pie salvo yo. Me arrodillo y rezo.
Estoy empapado en sangre. Hay sangre allí donde mire. Sangre. Sangre. Me tambaleo a causa de los mareos que se apoderan de mí. Vuelvo al despacho del jefe y me siento en su confortable sillón de ejecutivo bastardo. Silbo una alegre melodía infantil mientras espero órdenes de Dios.
Al rato oigo voces, pero fuera de mi cabeza, así que me levanto y salgo del despacho de mi difunto jefe. Del ascensor salen hombres con fusiles y pistolas a los que reconozco como el brazo armado de Satanás: la policía. Parecen nerviosos y gritan las órdenes como si estuvieran sordos. Uno de ellos me ve y da la alarma. Sé que no es muy heroico, pero huyo de vuelta al despacho. Cierro la puerta y uso la mesa como barricada. Voy escribiendo todo esto en mi cabeza. Poemas que se entrecruzan. Aquí estoy yo, luchando por mi vida y preocupándome por la métrica.
Fuera se desata el infierno. Disparan con todo, seguro que hasta lanzan papeleras contra la puerta. Yo me aferro a mi fusil y elevo una corta plegaria. Señor, saca a tu fiel servidor de esta ordalía de destrucción y llévale a las playas de Brasil. Pero nada ocurre, parece que los milagros terminaron por hoy. Entonces una ráfaga afortunada me hiere de muerte. Siento que me hundo en la oscuridad.
Hoy las aceras están descalzas. El arroz cerebral que cultivé trágicamente. Seguir siempre el camino de baldosas amarillas. Siento que se me escapa la vida de entre los dedos como fina arena y mis ojos giran sin control. El cielo es la sangre que se derrama de mis heridas y... se confunden mis pensamientos... también se me escapan... creo que la ventana es perfecta y se recorta nítida en el cielo me encantaría salir por la ventana volando e irme lejos de aquí y me hundo me hundo miro por la ventana antes de cerrar los ojos para siempre y pienso que el sol es un gran huevo frito que todos quisieran comer pero dónde está el pan que podamos mojar en esa yema tal vez nuestra cabeza tal vez nuestra cabeza

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