viernes, 5 de septiembre de 2008

Una mirada singular

Ana huele a pachulí, lo cual es mentira, porque vete tú a saber cómo huele el pachulí, pero queda bien. Yo la miro con mi ojo bueno, el otro lo guardo bajo un parche, lo que también es mentira, en realidad mi otro ojo está perdido en algún lugar del mundo. Bueno, en un sitio concreto del mundo, lo perdí en un bar irlandés, en una partida de dardos. No es que lo hubiera apostado, más bien fue cosa de mala puntería. En fin, yo, como decía, miro a Ana con mi ojo bueno, el otro es un horror que se parece al del viejo de El corazón delator, pues aparte de tuerto soy un tipo muy leído, aunque la verdad es que cuesta leer con un solo ojo, ya no leo tanto como antes. Yo miro a Ana, que me voy por las ramas, que huele a pachulí o no, y me pregunto si le traerá mala suerte que la mire un tuerto. ¿Y si el tuerto fuera jorobado y mientras te mira le tocas la chepa? ¿Se anulan mutuamente la mala y la buena suerte? ¿La paradoja destruye el universo? ¿Sabrá Ana a qué huele el pachulí? También Odín era tuerto, pero yo de nórdico tengo más bien poco, aunque una vez estuve con una sueca, algo es algo. En el país de los ciegos el tuerto es el rey, dicen. Claro que nunca ha habido un país de ciegos, excepto Bulgaria a principios del siglo XI, cuando fue derrotada por Bizancio, cuyo emperador no tuvo mejor idea que mandar cegar a los soldados búlgaros capturados, pero, eso sí, respetándole un ojo a un soldado de cada cien para que pudieran guiar al resto. Como reinado no es gran cosa, la verdad. Aunque vuelvo a irme por las ramas. Me gusta Ana, se puede resumir así, me gusta mirarla con el ojo que me queda, y huele muy bien, aunque no sé a qué.

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