viernes, 29 de agosto de 2008

Una llamada telefónica importante

Es una llamada telefónica importante, los dos nos damos cuenta y nos cuesta disimular que estamos nerviosos. Ella me dice: «¿Sabes? Hoy Silvia le ha dicho a mi madre que nunca había visto a un chico mirarme como tú lo haces». «Sí, disimulo fatal, ya lo sé», contesto yo, y me viene a la cabeza lo que pasó un par de días antes, cuando empezaron las jornadas sobre Luis Buñuel y estábamos solos esperando que comenzara la primera conferencia. Estábamos tonteando, lo que últimamente es una costumbre, tonteando de una forma muy física, como si estuviéramos pensando en empujarnos contra la pared y comernos la boca. Entonces aparecieron de la nada, se materializaron, unas amigas de su novio. Porque sí, tiene novio, esto es así. Una de ellas casi la llamó al orden, pronunciando su nombre en un gritito y mirándola con los ojos muy abiertos, escandalizada por lo que estaba viendo. Nosotros enseguida nos separamos, claro, lo que nos inculpaba aún más. Luego, cuando se marcharon las amigas, me echó la culpa a mí, «que no sabes disimular la cara de "hiperenamorado"», dijo entre risas. Como si a ella no le gustara tenerme cerca, pienso yo. Después nos sentamos lejos de las amigas cotillas en el pequeño salón de actos donde se celebran las conferencias. Vida y milagros de Luis Buñuel. Un señor de Calanda dice que en pueblos como el suyo el bestialismo es bastante común y otro de los conferenciantes le pregunta si lo sabe por experiencia propia, lo que es celebrado con risas del público. El primero se defiende fatal, se ruboriza y tartamudea. Vamos, que sí lo sabe por experiencia propia, le susurro yo a ella. En un momento de la noche llegan su hermano y la novia de éste y se sientan con nosotros. Menos intimidad, pero tampoco es que estuviéramos haciendo nada. Luego, no sé por qué, le toco la mano y ella me devuelve la caricia. Y digo que no sé por qué porque ha sido un impulso totalmente repentino y nada juicioso, que estamos sentados al lado de su hermano y su cuñada en un sitio público y nosotros no somos pareja, ni siquiera amantes. No sé por qué lo he hecho, pero la respuesta es positiva (y no la esperaba del todo). Y nos acariciamos las manos durante el resto de la conferencia con el peligro de que nos pillen en cualquier momento y la pongan de puta para arriba aunque esto realmente sea bastante inocente, incluso infantil. Pero sigue siendo una traición. Es también muy erótico, aunque sean sólo nuestras manos las que se están tocando. Es por lo prohibido, me digo, y me acomodo disimuladamente la erección con la otra mano, que los vaqueros me están haciendo daño. Termina la conferencia y no decimos nada, pero nos miramos con repentina timidez mientras Roberto y Silvia (su hermano y la novia) comentan esto y aquello. «Sí, ha estado muy bien, Román Gubern es un tipo ameno, no como el hombre de Calanda, que sólo sabía hablar de su pueblo». «Te acercamos a casa», me dicen al salir, y yo acepto, vamos ella y yo en el asiento de atrás, esta vez sin tocarnos en ningún momento. Hacemos una parada frente al piso de Silvia, que tiene que recoger unas cosas. Sube Roberto con ésta. Estamos solos en el coche. Yo la miro, ella me mira, no sabemos muy bien qué decirnos, yo me siento Woody Allen en cualquiera de sus películas, pero pienso que éste sería un buen momento para besarla de una vez, que ya está bien de tanta tortura e indecisión, que hay que ponerle el broche perfecto a la noche, pero finalmente me frena el miedo, pues no sé cuánto van a tardar en regresar Roberto y Silvia. Lo cual es una excusa pésima y yo mismo me doy cuenta de ello, tarden lo que tarden me da tiempo de sobra para besarla y decirle que ya era hora, que vale que ella sea rubia y con los ojos verdes y yo moreno y con los ojos marrones, que vale que ella haya sido siempre la chica más bonita del mundo mientras que yo tuve una infancia surrealista en la que, para insultarme, los demás niños me acusaban de pertenecer a todas las etnias del planeta, pues para ellos era chino, moro, gitano, negro, indio y a saber qué más, todo a la vez, una etnicidad dudosa, un tipo raro en todo, incluso en algo así, que vale, en fin, todo lo anterior, pero que hacemos buena pareja, joder, y que quién te va a hacer reír como yo, que veo las mismas cosas que Rimbaud antes de volverse mezquino y pensar sólo en el dinero, que los otros no te van a querer como te quiero yo y no porque no lo valgas, que lo vales, sino porque ellos no son yo. Pero no le digo nada y nos limitamos a intercambiar obviedades, dos autistas en un coche, y enseguida vuelven Roberto y Silvia, reemprendemos la marcha y antes de darme cuenta ya estoy en casa y en mi habitación aprovecho para golpear la cabeza contra la pared y llamarme imbécil quizás un millón de veces. Pero esto fue el otro día, ahora estamos hablando por teléfono y la conversación orbita alrededor del tema verdaderamente importante, que es: «¿qué pasa con nosotros, cuándo va a ser?». «Así que Silvia se ha dado cuenta de la forma en que te miro, ¿qué opina tu madre?». «Pues le ha parecido adorable, además dice que eres muy guapo». «Vaya, tenía que haberle tirado los tejos a tu madre, no a ti, que no me haces ni caso». «Qué tonto eres». «¿Por qué?». «Porque me gustas, ¿cómo no te das cuenta?». «Bueno, eso es ser descreído, no necesariamente tonto». Y es bonito hacer reír a la chica a la que quieres.

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