miércoles, 30 de julio de 2008

Una pensión lisboeta

La pensión de la rusa no estaba mal del todo. Nuestras habitaciones daban justo a la sala de estar, donde había un televisor, unos sofás, una mesa y revistas del corazón francesas y portuguesas. El televisor estaba las veinticuatro horas del día encendido, siempre emitiendo vídeos musicales. Por las noches veía la tele con la botella de vino cerca y leía por encima las revistas (por lo visto el 45% de las francesas consideran que el sexo anal no es agradable y Sienna Miller tiene nuevo novio). Luego me iba a la cama a leer un rato a Camus, que uno es multidisciplinar.
La rusa era simpática o al menos lo parecía, aunque nos hablaba en un extraño inglés con tintes portugueses y con frases como «the open is door». Además nos daba las gracias en italiano. Tenía un jefe al que nunca llegamos a ver, aunque habló por teléfono con él delante de nosotros y por la voz parecía un tipo siniestro. Enseguida me puse a pensar que era de la mafia rusa y que esa noche entrarían en nuestros cuartos a extirparnos los órganos para venderlos a buen precio a ancianos ricachones que morían lentamente en sus yates de gran eslora. Aguardé un rato aquella noche, pero no pasó nada y finalmente me dormí.
Frente a la pensión había un templo evangelista con las puertas siempre cerradas. De vez en cuando, un borracho se sentaba junto a la puerta como si esperase que abrieran. Quizás se sentía el vigilante.

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