miércoles, 14 de diciembre de 2005

La vida iba a ser maravillosa

Eso nos decían cuando éramos niños. O a lo mejor no nos lo decía nadie, sino que nos lo inventamos nosotros. Como tantas leyendas urbanas de la infancia. Recuerdo que en mi colegio había un chico que decía que el semen no podía lavarse (Monica Lewinsky era pariente de este niño, por lo visto) y juraba que su hermano mayor tenía los muslos totalmente manchados de semen, lo que era un grave problema. Nacemos surrealistas, luego se encargan de moldearnos para adecuarnos a la realidad, que generalmente no tiene tanta gracia.

Yo me sigo montando películas solito, quizás por aburrimiento, quizás por enfermedad mental. A lo mejor me fijo en una chica que vende flores en un puesto callejero y me imagino viviendo historias con ella. Invento toda una biografía para ella y me veo como una especie de héroe romántico. En la vida real no sería capaz de hilvanar un par de frases si me decidiera a abordarla, claro. Las únicas armas que tiene un paria para defenderse de la realidad son: la imaginación, la música y el alcohol. Nobody expects the Spanish Inquisition.

Hay una aristocracia vital a la que envidio casi todo el rato. A mí también me gustaría ser ario, nacionalsocialista y todo eso. A mí también me gustaría disfrutar con los anuncios de la tele en vez de opinar que son una mierda. A mí también me gustaría tener interés por los coches y no por frikadas. Una vez, de pequeño, en un intento de socializarme me uní a unos chicos que jugaban a la guerra o algo parecido. El cabecilla repetía una y otra vez algo que a mí me sonaba como "Escipión". Yo, para ganarme su simpatía, dije un par de veces que teníamos que aplastar a Aníbal y su ejército. Noté que me miraban raro. Sólo mucho después comprendí que a lo que estaban jugando era a los Transformers y que el niño decía algo así como "Decepticón", mientras que yo creía que estaba en la batalla de Zama...

La vida también es surrealista a veces. Una vez me abordó un yonqui que, muy educadamente, me indicó que si no accedía a darle el dinero que llevase encima se vería obligado a agredirme y arrebatarme no sólo el dinero, sino también el reloj, las gafas y la chaqueta. Como me lo había pedido con buenas maneras y además no había público que pudiera admirar una posible heroicidad por mi parte, le di 3 euros, quedándome con algo de calderilla para poder coger el tren, lo que le pareció bien a mi asaltante. Entonces reparé en que me faltaba dinero para el billete, cosa que manifesté en voz alta. Con amabilidad, me preguntó: "¿cuánto te falta?". "20 céntimos", contesté. Me los dio. Conmovido por su bonhomía, quise ayudarle en la profesión que había escogido y le aconsejé que la próxima vez no atracara a estudiantes, que generalmente nos movemos desposeídos por el mundo, a lo que respondió, un tanto indignado: "oye, que esto no es un atraco, ¡tú me das el dinero porque quieres!".

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