viernes, 26 de agosto de 2005

Para cambiar lo que no se puede cambiar

El miércoles quedé con un amigo para que me dejara unos apuntes (era el que terminó la carrera en tres años y enderezó su vida con mano firme, por cierto) y resulta que estábamos comentando banalidades cuando de pronto me dice "en octubre me caso". De repente, el peso de los años cayó sobre mí con diabólica crueldad y reparé en mis ojos nublados, mi pelo blanco, mis manos temblorosas y arrugadas... Bueno, vale, por un momento me sentí viejo, pero no fue eso lo que me afectó.

Veamos: no es que quiera casarme ni nada de eso, además de que casarse con 25 años -que es la edad que tiene- me parece precipitarse bastante, pero allá cada cual con sus posturas en la cama, como dijo Jesús. No, no se trata de eso, es el concepto: que él sea un ciudadano ejemplar que va por la vida como quien va de la cama hasta el frigorífico a por un batido, una cerveza u ofertas equivalentes, mientras que yo sigo siendo el eterno adolescente y además no tengo pareja ni conozco mujeres lo suficientemente enloquecidas como para casarse conmigo. Todos han encontrado su camino, yo sigo perdido en el bosque o sentado en un banco esperando el autobús, a Godot, a la lluvia radiactiva, o qué sé yo. Esperando, en definitiva, que algo o alguien pase en mi vida. Y qué vacíos están los caminos y el bosque está lleno de lobos...

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